lunes, 19 de marzo de 2018

Cómo llegamos a la ACP



Hace unos veinte años, cuando todavía trabajaba como inspector de residencias, la Generalitat contrató a un especialista para que nos hablase sobre formas de trabajar en la atención a personas mayores. Ese alguien era Quico Mañós, entonces profesor de la facultad de Trabajo y Educación Social.

Por aquel entonces era extraño que una residencia tuviese un programa individual de atención, protocolos, registros u otros programas. Casi el 80% de las residencias tenían menos de 25 plazas y, aparte de un médico y enfermera, había muy pocas exigencias normativas sobre el personal que debía trabajar en un centro residencial.

Quico Mañós nos habló entonces del programa PAGES, un programa individual de atención por él diseñado para cuidar a mayores que se basaba en hacer participar a la propia persona en la planificación de su cuidado, tener en cuenta lo que decían los familiares, considerar la historia de vida de la persona y, sobre todo, buscar ámbitos en los que el residente pudiera elegir. “Incluso una persona con demencia puede indicarnos que prefiere ponerse los pantalones azules que los marrones si le presentamos los dos encima de la cama antes de vestirle”; “La persona puede elegir, aunque no hable, si nos hemos preocupado por conocer su historia de vida y nos hemos informado de cuáles han sido sus preferencias antes de llegar a la residencia”. Eran cosas que entonces sonaban interesantes y que me han vuelto a la cabeza muchas veces cuando leo sobre Atención Centrada en la Persona o visito centros que se encaminan hacia esa filosofía de atención.

Desde hace años considero a Quico Mañós un amigo y, de vez en cuando le recuerdo el día en que escuché hablar sobre ACP, sin saber de qué estaba oyendo hablar.

Algo pasó para que lo que predicaba Quico haya tardado tanto en convertirse en el dogma aceptado. Pero, ¿qué?

Mi explicación es que lo que teníamos hace veintipico años era una forma de cuidar a personas no basada en la atención profesional sino sencillamente en “atender con buena fe”. Así, si considerabas que tenías “mano para cuidar ancianos” y eras valiente podías conseguir un espacio más o menos adaptado, contratar a un médico y a algunas cuidadoras (sin titulación alguna) y ¡ya tenías una residencia!. Las normativas a principio de los noventa eran muy poco exigentes de forma que fue surgiendo un sector en el que convivían formas de atender muy diferentes (residencias públicas, pequeños centros de tipo familiar, primeras empresas especializadas, fundaciones centenarias, órdenes religiosas…) con tipos de edificio, ratios de profesionales, sistema de funcionamiento y gestión de calidad muy variados.

Con el paso del tiempo el propio sector fue tendiendo a un funcionamiento con mayor peso de los profesionales, las administraciones por su lado fueron introduciendo normas que exigían protocolos, registros, programas, equipos interdisciplinares…

Ese proceso de veinte años lleva a que alguien compara una residencia de 1995 y una de 2017 vea que lo que era “dar atención” se ha transformado en “ofrecer cuidado profesionalizado”. En estos veinte años hemos visto la instauración y consolidación de equipos interdisciplinares en las residencias, la puesta en marcha de sistemas de gestión y evaluación de la calidad, el funcionamiento protocolizado, el establecimiento de un plan individualizado para cada residente. Creo que no resulta exagerado decir que en veinte años tenemos algo totalmente diferente de lo que teníamos. De nuevo, baso esta afirmación en mi propia experiencia: En 1995 era inspector de servicios sociales y en ningún lugar de ninguna normativa se hablaba entonces de protocolos y registros.

En estos últimos veinte años hemos creado un modelo de atención que podría llamarse “el Paradigma del Plan de Intervención”. En él la persona mayor dependiente que ingresa en una residencia se ve como a alguien a quien le falta algo (no puede comer solo, no puede andar, no puede razonar..). Un equipo interdisciplinar elaborará un programa para intentar suplir en la medida de lo posible la carencia y, a partir de entonces, aplicando con unos protocolos, registros y programas se prestará atención a esa persona en un edificio que cumplirá unos requisitos de accesibilidad y arquitectónicos que sitúa a la residencia en un punto intermedio entre un hotel y un hospital.

Durante los años en que se ha ido consolidando esta forma de cuidar, nos hemos acostumbrado a pensar que una “buena residencia” es la que tiene un equipo formado por muchos profesionales (médico, enfermera, psicólogo, fisioterapeuta, educador, terapeuta ocupacional…), que trabajan de forma coordinada; que dispone de variados programas de actividades, menús adecuados a las necesidades de los residentes, un buen control sanitario y ofrece a residentes y familiares seguridad y tranquilidad.

El Paradigma del Plan de Intervención tiene muchas ventajas en relación al sistema anterior. Normalmente los residentes, los familiares y los propios profesionales se sienten satisfechos y, en la medida en que permite que se registren muchos datos, resulta adecuado para gestionar la calidad. Pero tiene sus problemas: el primero es que puede suceder que “el equipo decida por la persona”, o sea que, si el residente es diabético “tendrá que comer la dieta de diabético” porque es lo que el equipo ha decidido es lo mejor para él o ella (y efectivamente lo es desde un punto de vista de salud). De igual forma, la participación en las actividades que se programan de acuerdo con las necesidades del residente se convierten en su día a día sin que el residente pueda hacer mucho por cambiarla. También los horarios de vida o de recibir visitas se estructuran de forma estricta y sin que los usuarios puedan cambiarlo.

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